Te acepto a ti

Autor: Padre Ángel Espinoza de los Monteros


I. LA ACEPTACION

¡Cuántas cosas dijimos resumidas en una fórmula tan breve: te acepto a ti!

Decir te acepto a ti, es decir: te conozco, sé quién eres. Conozco tus cualidades y tus defectos. Sé quién eres. Llevo un tiempo contigo, y después de aquilatar todo en la balanza, he decidido que a pesar de tus posibles defectos, pero siempre más pequeños que tus cualidades, te elijo entre otras posibilidades.

Decir te acepto a ti, es decir, sé quién no eres. Por tanto no tendré pretensiones. No me pasaré la vida con una queja entre los labios por lo que no eres: “si tuvieras lo que tiene tu hermano”, “si fueras como la mayoría de nuestros amigos…”.

Te acepto a ti, como eres. Estoy enamorado de ti. Sé en qué te puedo ayudar a superarte y a mejorar, y sé en qué aspectos será ya muy difícil que cambies porque son hábitos que se han hecho vida, o porque es parte de tu educación o porque así es tu carácter.

Aceptarte a ti es aceptar tu historia personal, es decir: tu pasado, tu presente y tu futuro. Lo que pueda venir. Tantas cosas como en nuestras vidas puedan cambiar.

Cambia la gente y cambian las circunstancias. Hoy eres esta persona. Mañana, tú misma, por los golpes de la vida, puedes ser otra persona. Los golpes van haciendo mella en nosotros, pero cuando nos aceptamos, lo hacemos incluso con esos golpes y heridas de la vida que por otra parte nos deben hacer mejores.

Cambiamos físicamente. Él ya no es el muchacho fuerte y robusto que tú conociste, sino un hombre posiblemente enfermizo. Y ella, que era una mujer guapa, fina, delicada… después de veinte años de matrimonio, cuatro hijos y algunas enfermedades normales que han ido raspando su belleza inicial, ya no conserva aquellos rasgos, quizá, de los que te enamoraste, pero se ha abierto paso una nueva belleza, más grande, que tú aceptaste desde que te comprometiste.

Así se aceptaron: con pasado, presente y futuro. Cambian tantas cosas y surge una belleza mayor pero que es necesario saber percibir.

Pensemos que cuando compramos una mesa de cristal, la aceptamos así como está, nueva e impecable, pero aceptamos también que pueda rayarse en el futuro. No podríamos comprar nada si estuviéramos buscando un material a prueba de todo, simplemente porque no existe.

A veces los novios se fijan demasiado en los ojos, el pelo, la cintura, la firmeza de la piel, la sonrisa, el cuerpo en sí. Claro que es necesario e indispensable, pero no lo más importante. Conozco a un hombre que se casó con una muchacha que cantaba precioso. Hoy por hoy ella no debería cantar ni en la regadera. Pero él, además de la voz, tuvo muchos motivos más profundos que lo enamoraron de ella.

Cambiamos no sólo física sino también psicológicamente: cambia nuestro carácter, nuestra manera de reaccionar, nuestra paciencia. Si al pasar de los años hemos ido perdiendo algunas cualidades que antes nos adornaban: simpatía, optimismo, ecuanimidad… no es motivo para terminar un amor. El amor va más a allá.

Cambian nuestros gustos, nuestras aficiones, nuestras ilusiones, nuestras aptitudes. Sería de desear que en toda la vida no experimentáramos cambio alguno en nosotros, pero esto simplemente no es la realidad.

“Te acepto a ti”, es hacerme a la mar contigo, en la misma barca. Remar contigo, ser náufrago contigo si fuera el caso, no escapar con un salvavidas, ¡ni menos con el salvavidas! Es compartir ilusiones, proyectos, luchar contra las mismas tempestades y disfrutar juntos el alba y el atardecer, mar adentro.

Te acepto a ti, para hacerte feliz. Te prometo que ése será mi proyecto. Yo siempre hago una pregunta a quienes vienen a tratar conmigo sus problemas matrimoniales:

-“¿Para qué te casaste? ¿Qué le dijiste a tu novia para que también te aceptara?”

A lo que no todos responden:

-“Quiero hacerte feliz. Creo que puedo hacerlo y por eso te pido que vengas a compartir tu vida conmigo. Acepto que juntos seamos nuestra mutua alegría”.

Incluso muchas veces he pensado que decir te quiero, es decir, “quiero hacerte feliz”.

Tratemos de reducir el “te quiero” a su más simple expresión, y nos daremos cuanta de que en el fondo sólo nos queda esto: “quiero hacerte feliz”. Ahí está el verdadero amor.

Cuántos novios se dicen “te quiero”, “te amo”, y se expresan muchos sentimientos más. Y, ¿qué significa todo eso? Palabras vacías cuando no buscas el bien y la plena felicidad del otro. ¡Cuántos jóvenes y muchachas se casaron pensando no en hacer feliz a alguien, sino en quién los haría felices! Y por tanto entran al matrimonio con una visión egoísta de la felicidad. La experiencia nos dice que cuando de verdad se busca la felicidad del otro, la consecuencia -no forzosamente inmediata- es la propia felicidad.

Además, la persona amada buscará lo mismo, de tal modo que el amor y la búsqueda de la felicidad del otro serán recíprocos.

“Te acepto a ti para que nos ayudemos a salvarnos. Mi mayor felicidad será saber que no sólo te ayudé a vivir esta vida feliz, sino que colaboré con Dios para que alcanzaras la única, auténtica y duradera felicidad”.

¿Qué amor sería ese que viera sólo por unos años?

Imaginemos que contamos con toda la capacidad para hacer feliz a nuestro cónyuge: compañía, cariño, viajes, diversiones, dinero… pero sólo por unos años, mientras dura esta vida. Qué importa si son treinta, cuarenta o sesenta años. Lo mejor que puedo hacer por la persona a la que amo, lo más grande que le debo ofrecer, mi mayor acto de verdadero amor, es pensar en una felicidad que no se acaba cuando escasea o se termina el dinero, la salud, o incluso la vida. Si decimos amar, hagamos lo humanamente posible por asegurar la eternidad, la felicidad plena y eterna de la persona a la que amamos.