SACERDOTES
DE LA ANTIGUA ALIANZA

 

Desde los albores de su larga historia, la humanidad ha sentido siempre la necesidad de hombres que, mediante una misión de muy diversos modos a ellos confiada, fueran como mediadores ante la divinidad y se relacionasen con Dios en nombre de todos los demás.

Hombres encargados de ofrecer a Dios oraciones, sacrificios, expiaciones en nombre de todo el pueblo, el cual ha sentido siempre la obligación de rendir culto público a Dios, reconocer en El al Supremo Señor y primer principio, tender a El como fin último, darle gracias y hacérselo propicio y esto aunque, en muchas épocas y lugares se hubiera oscurecido en gran medida el verdadero Dios con divinidades falsas.

Con los primeros fulgores de la Revelación divina aparece la misteriosa y venerable figura de Melquisedec (Cf. Gn 14,18), sacerdote y rey, a quien el autor de la Carta a los Hebreos ve como figura de Jesucristo (Cf. Hb 5,10; 6,20; 7, 1-11, 15).

Durante la travesía del Exodo por el desierto del Sinaí, Dios constituyó al pueblo de Israel como "un reino de sacerdotes y una nación consagrada" (Ex 19,6). Pero dentro de ese pueblo, todo él sacerdotal, escogió una de las doce tribus, la de Levi, para el servicio litúrgico. Estos sacerdotes eran consagrados mediante un rito propio (cf Ex 29,1-30) y sus funciones, deberes y ritos vienen establecidos minuciosamente, sobre todo en el libro del Levítico.

Los pertenecientes a esta tribu, sacerdotal por excelencia, no recibieron ninguna parte de heredad, cuando el pueblo llegó a establecerse en la tierra prometida. Dios mismo fue la parte de su herencia (cf Jos 13,33).

Instituido para anunciar la Palabra de Dios (cf Ml 2,7-9) y para establecer la comunión y la paz con Dios mediante los sacrificios y la oración, este sacerdocio fué siempre fuente de esperanza, de gloria, de fuerza y de liberación dentro del pueblo de Israel, manteniendo la fe en el futuro Mesías.

 

El admirable templo de Salomón fue símbolo e imagen de aquel sacerdocio tan lleno de majestad y misterio. Cuenta el historiador Flavio Josefo que el victorioso conquistador Alejandro Magno se inclinó reverentemente ante el Sumo Sacerdote (Cf. Antigüedades Judías, 11,8,5) y en el libro del profeta Daniel se narra el castigo infligido al rey Baltasar por haber profanado los vasos sagrados del templo en sus banquetes (cf. Dn 5, 1-30).

Sin embargo, este sacerdocio y estos sacrificios eran incapaces de realizar la salvación definitiva, que sólo podría ser lograda por el sacrificio de Cristo Jesús (cf. Hb 5,3;7,27;10,1-4).

No obstante, la liturgia de la Iglesia ve en este sacerdocio de la Antigua Alianza una prefiguración del ministerio ordenado de la Nueva Alianza. En la ordenación consagratoria de los presbíteros, por ejemplo, la Iglesia de rito latino ora:

"Señor, Padre Santo....en la Antigua Alianza se fueron perfeccionando a través de los signos santos los grados del sacerdocio....cuando a los sumos sacerdotes, elegidos para regir el pueblo les diste compañeros de menor orden y dignidad para que les ayudaran como cooperadores...".

Será un sacerdote de la Antigua Alianza, Zacarías, padre de Juan Bautista, quien anuncie solemnemente la llegada inminente "del Sol que surge de lo alto para iluminar a los que están sentados en tinieblas y sombras de muerte, para enderezar nuestros pasos por el camino de la paz" (Lc 1,78-79).

Todas las prefiguraciones del sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús, "Mediador único entre Dios y los hombres" (1Tm 2,5). Sólo del hecho de prefigurar el sacerdocio de la Nueva y Eterna Alianza, el sacerdocio de la Antigua recibe su majestad y su gloria.

San Pablo resumirá con frase lapidaria la dignidad y las funciones del sacerdocio ministerial cristiano: "Que los hombres nos consideren como ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios" (1Co 4,1).